FALLADO EL PREMIO LITERARIO “MARIASUN MARTÍNEZ AOIZ” 2010
El día 21 de abril, coincidiendo con la Semana Cultural del centro, se falló el Premio Literario “Mariasun Martínez Aoiz” 2010. El certamen, convocado por el Departamento de Lengua Castellana y Literatura, pretende honrar la memoria de una profesora de la asignatura, de calidad excepcional por su valía profesional y humana, que, tras más de veinte años de trabajo primero en el Instituto de Bachillerato “Ximénez de Rada” y después en el unificado I. E. S. “Plaza de la Cruz, falleció en Pamplona en mayo de 2007.
El número de originales presentados en esta edición ha sido muy elevado, tanto por parte de alumnos de ESO como de Bachillerato. Asimismo, la calidad literaria de los textos ha resultado, en conjunto, notable.
Los primeros premios han recaído en los siguientes alumnos:
. Microrrelato: DAVID GONZÁLEZ VILLAR (4º E de ESO).
. Poesía: NICOLE MELISSA ALVARADO LEÓN(1º E de ESO) y DAVID GONZÁLEZ VILLAR (ambos ‘ex aequo’).
. Relato (1º, 2º y 3º de ESO): ANE MOLINA IRUJO (2º D de ESO).
. Relato (4º de ESO y Bachillerato): DAVID GONZÁLEZ VILLAR.
En el enlace de esta página se pueden consultar el acta del jurado y todos los textos galardonados, tanto los primeros premios como los accesits.
Instituto de Enseñanza Secundaria “Plaza de la Cruz”
Departamento de Lengua Castellana y Literatura
PREMIO LITERARIO “MARIASUN MARTÍNEZ AOIZ” 2010
Pamplona, abril de 2010
ACTA DEL JURADO DEL PREMIO LITERARIO “MARIASUN MARTÍNEZ AOIZ” 2010
En las dependencias del I. E. S. “Plaza de la Cruz” y en el día de la fecha, se reúne el jurado encargado de valorar los originales presentados al Premio Literario “Mariasun Martínez Aoiz” 2010, compuesto por los siguientes profesores del Departamento de Lengua Castellana y Literatura del centro: Juan Antonio Armendáriz, Rosa del Barrio, Jesús de Miguel, Emilio Echavarren, María Socorro Echávarri, Eduardo Mateo, Paloma Roselló y Tomás Yerro.
El jurado quiere dejar constancia de los siguientes hechos: 1º) El elevado número de originales presentados al certamen tanto por parte de alumnos de la ESO como de Bachillerato. 2º) La considerable calidad literaria del conjunto de los textos.
Debido a los numerosos trabajos pertenecientes a la modalidad de relato y a razones de justicia valorativa, se ha estimado conveniente establecer dos niveles de premio: por un lado, los escritos por alumnos de primero, segundo y tercer curso de la ESO, y, por otro, los firmados por alumnado de cuarto curso de la ESO y Bachillerato.
Revisados los originales, el jurado emite el siguiente fallo:
Modalidad de Microrrelato:
Primer premio: “RENACER”, de DAVID GONZÁLEZ VILLAR, de 4º E de ESO.
Accésit: “LA GRAN VICTORIA”, de DANIEL IDOATE CALDERÓN, de 4º F de ESO.
Modalidad de Poesía:
Primer premio ‘ex aequo’: “¿HE ESCRITO UN POEMA?”, de NICOLE MELISSA ALVARADO LEÓN, de 1º E de ESO.
Primer premio ‘ex aequo’: “ELLA”, de DAVID GONZÁLEZ VILLAR, de 4º E de ESO.
Modalidad de relato:
Alumnos de 1º, 2º y 3º de ESO:
Primer premio: “DIEZ MINUTOS CON MARGARITA”, de ANE MOLINA IRUJO, de 2º E de ESO.
Accésit: “JUEVES DE ENERO”, de ANA MARTA MOLINA LAPEÑA, de 3º D de ESO.
Accésit: “UNA FLOR, UNA SONRISA”, de LIDIA ILUNDÁIN BEORLEGUI, de 1º D de ESO.
Alumnos de 4º de ESO, 1º y 2º de Bachillerato:
Primer premio: “M.A.G.M.A.”, de DAVID GONZÁLEZ VILLAR, de 4º E de ESO.
Accésit: “LA LIBERTAD ES LA ESENCIA DE LA FELICIDAD”, de DANIEL IDOATE CALDERÓN, de 4º F de ESO.
Accésit: “MAGNUM 357”, de ALEJANDRO REAL GUTIÉRREZ, de 2º D de Bachillerato.
Pamplona, 21 de abril de 2010
PRIMER PREMIO MICRORRELATO
DAVID GONZÁLEZ VILLAR
(4º E, ESO)
RENACER
Morí, y ahí empezó todo.
MICRORRELATO: ACCÉSIT
DANIEL IDOATE CALDERÓN
(4º F, ESO)
LA GRAN VICTORIA
Se encontraba ante el mayor reto de su vida, podía conseguirlo y ser vitoreado, o podía fracasar en el intento. Sólo le quedaban unos metros, aunque eran los más difíciles. Una piedra resbaladiza le hizo perder el equilibrio; por suerte, sus hábiles reflejos le salvaron. El Everest era suyo, se sentía el rey del mundo. Duramente logró asomar su cabeza sobre la cima y allí estaba su madre esperándole con el biberón en la mano. Era la hora de merendar.
PRIMER PREMIO DE POESÍA ‘EX AEQUO’
NICOLE MELISSA ALVARADO LEÓN
(1º E, ESO)
¿HE ESCRITO UN POEMA?
Yo no sé cómo escribir un poema.
Esto me pone en un dilema,
porque ¡no sé cómo escribir un poema!
Así que describiré un poema.
Un poema es como una canción
que se escribe con el corazón.
En sus versos expresamos sentimientos y emociones
como si fueran canciones.
Pero para escribir un poema
siempre hay muchos problemas.
Los problemas que hay en los poemas
son las rimas que no pegan.
Ahora pienso ¿qué rima con rimas?
No consigo encontrar alguna palabra que pueda rimar,
porque para mí es imposible buscar.
Otro problema son los temas,
no sé si escribir sobre el amor, el desamor,
la tristeza, la felicidad,
el orgullo o la soledad.
Podría hablar de un príncipe, una princesa
y un dragón que la tiene encerrada en su prisión.
Y que el príncipe, para ganar su corazón,
se embarca en una cruenta misión.
Podría escribir sobre la naturaleza que tiene una espectacular belleza.
Podría escribir sobre el horror que siente alguien en el corazón.
Podría escribir sobre mi ciudad, que edificios tiene una variedad.
O incluso como Quevedo, describir una nariz y quedarme tan feliz.
También podría escribir sobre una joya… ¡vaya, se me ha ido la olla!
Ojalá pudiera tener más concentración
para que pueda conseguir más inspiración
y encontrar la solución para este poema
que nuevamente me pone en un dilema.
PRIMER PREMIO DE POESÍA “EX AEQUO”
DAVID GONZÁLEZ VILLAR
(4º E, ESO)
ELLA
Sus cabellos ondulantes
que atrajeron mil amores
Sus ojitos tan cambiantes
Que miraron corazones
Sin tapujos ante ella
Suplicaron viejos Reyes
Pues debía ser tan bella
Que le dieron ya las leyes
Con cien reinos obsequiada
Con mil voces aclamada
Mas por siempre ella pensaba
"Muy querida, nunca amada"
Por quimeras rodeada
El verano de su vida
Pero otra más querida
La tiró hacia la estacada
De su manto de belleza
Se encontró ella despojada
Del palacio de grandeza,
Raudamente desahuciada
El invierno le ha llegado
Pues ya nunca será bella
¿Y cuál es su legado?
Ella, simplemente ella
De la vida en el ocaso
Ha encontrado ya el amor
No es un reino ni un ducado
Es mi simple corazón
PRIMER PREMIO DE RELATO (ALUMNADO DE 1º, 2º y 3º de ESO)
ANE MOLINA IRUJO
(2º D, ESO)
DIEZ MINUTOS CON MARGARITA
Ojeaba el plano, miraba a mi alrededor y buscaba. Pero nada, no encontraba ese cuadro que tanto deseaba apreciar. En ese momento, escuché la voz de mi madre. Me giré y me señalaba una sala que no había visto antes. Aceleré mis pasos. Ahí estaba Margarita con sus meninas, presidiendo esa gran sala. Enseguida me di cuenta de que albergaba grandes obras de Velázquez, como los Borrachos, el Conde-Duque de Olivares, el niño de Vallecas… Sin lugar a dudas, pese a tan grandiosas obras, Las Meninas era la más especial.
A medida que me acercaba, me ponía más nerviosa. Era tan grande, que me quedé fascinada, me senté en un banco que tenía ante el cuadro y me puse a recorrerlo, con la mirada, parte por parte.
No recuerdo lo sucedido con gran precisión, y no sé cómo pude llegar allí. De repente, estaba en esa gran habitación, y delante de mí tenía a Felipe IV ya la pequeña Margarita. A mi derecha estaba Diego, el gran Diego Velázquez. Estaba pintando a sus majestades y en medio de la sala estaba Margarita con su perro y sus damas de compañía. Era algo increíble verme dentro del cuadro, estaba viviendo esa situación en la que tanto había pensado. Me di cuenta de que la infanta me estaba mirando. Entonces pensé en mi aspecto. Me miré, llevaba puesto uno de esos maravillosos vestidos que tanto nos gustaban a mis amigas y a mí. En ese instante, la niña se me acercó y me pidió que le entregara una muñeca que estaba a mi derecha. Se la di, y le hice una reverencia. Me ordenó que me acercara y observara el cuadro de Velázquez. El propio pintor me hizo algunas preguntas sobre detalles del cuadro. Era como si me conocieran. Me sentía orgullosa y emocionada. Estaba ante la realeza y me sentía como una más.
Sentada en un banco cercano, observé cómo jugaba la infanta y… pensando y pensando, me encontré en el Museo del Prado, con mi madre saboreando desde hacía diez minutos ese maravilloso cuadro.
RELATO:ACCÉSIT (ALUMNADO DE 1º, 2º Y 3º DE ESO)
ANA MOLINA LAPEÑA
(3º D, ESO)
JUEVES DE ENERO
Tarde fría del mes de enero. Era jueves y, como cualquier otro jueves, Silvia volvía de su clase de natación.
“Tengo mucho frío, más que cualquier otro jueves. Supongo que no me habré secado bien el pelo y encima he sido muy lista y he cogido una chaqueta de verano para no llegar tarde a clase. Además, tengo que ir a casa de mi abuela, que está en la otra punta del pueblo. Doy gracias si no me da una hipotermia antes de llegar… Cuando llegue tengo que acordarme de llamar a Sara, pues es su cumpleaños y se me ha pasado por completo decírselo hoy en clase; y no será porque no he estado con ella, pero es que nunca se me dio bien esto de acordarme de las fechas.”
“Ya sé que no tenemos el maldito dinero, pero ella también podría ponerse a trabajar. No puedo hacerlo todo y encima aguantar sus quejas. Y mi casero.., ése ya es lo peor que existe, ¿por qué no entiende mis problemas? Joder, ¡claro que le voy a pagar! Sólo necesito que me dé un poco más de tiempo para este mes. Hemos tenido que pagar el bautizo de la niña y con mi mierda de sueldo no me llega para todo, es lógico. Pero claro, él no puede esperar. Necesita el dinero para que su mujer y su hijita se puedan ir de compras. Le da igual que yo tenga problemas con mi mujer, además, los tengo por su culpa. De hecho, ahora mismo podría tener un accidente con el coche por ir pensando en él y en la discusión con mi mujer. No sé hacia dónde voy, pero he tenido que salir de casa porque ya no aguantaba más. He salido para conseguir de alguna manera el dinero.”
“Odio pasar por esta parte del pueblo. Todo está demasiado oscuro, aunque no tengo de qué preocuparme porque por aquí nunca pasa nadie. Sólo me daré prisa para llegar a casa lo antes posible y así no morirme del frío.”
“Veo cómo va subiendo el cuentakilómetros. Todavía no sé por qué todas las personas tenemos la manía de ir rápido cuando conducimos enfadados. Supongo que será porque queremos huir de nuestros problemas, dejarlos atrás. De repente a lo lejos veo a una niña que va a cruzar la carretera. Se me pasan por la cabeza mil ideas diferentes hasta que me decido por una. Sin darme cuenta he bajado la velocidad; estoy casi parado en medio de la carretera.”
“¿Y este tío? Estoy esperando a que pase para poder cruzar, y no se le ocurre nada mejor que pararse ahí. Ya que él decide no moverse voy a cruzar yo. Mientras paso pone el intermitente a la derecha, justo por donde me he ido yo. ¡¡Dios!! ¿Qué es esto? Me han dado un golpe horrible en la cabeza. Me he caído al suelo. No tengo fuerzas para levantarme, intento girarme para ver qué ha pasado y veo a un hombre detrás de mí. Intento gritar pero no puedo, me he desmayado.”
“Ha sido todo muy rápido. Es una locura pero era la manera rápida de conseguir dinero. No voy a hacerle nada, no tengo intención de forzarle ni ninguna de esas locuras que salen por la tele. Sólo quiero que sus padres, capaces de hacer lo que sea por ella, paguen un rescate. No quiero nada más.
La he metido en el maletero de mi coche. ¡Joder! ¡Mierda! Hay un control de policía, ¿qué hago? Bueno, lo mejor es que haga como que no pasa nada. Un policía me dice que han denunciado la desaparición de una niña, que resulta ser la sobrina del Comisario, así que ya han empezado la búsqueda. Empiezo a ponerme muy nervioso, no sé qué decir, ni cómo actuar. Me niego a que registren mi coche, por lo que sólo me sale decir: “lo siento mucho por la joven, señor policía, pero yo tengo prisa, mis hijos y mi mujer me esperan para cenar.”
Ahora estoy en un juzgado, en una diminuta sala con mi abogado que no para de repetirme que me declare inocente o que me calle, que como asuma la responsabilidad, nadie me libraría de que me caigann de diez a quince años por secuestro y homicidio involuntario. Me convence de que lo haga, aunque en verdad ya he perdido todo, mi mujer y yo nos divorciamos, el juez no me deja ver a mis hijos; no he podido defraudar más a toda mi familia. No lo entiendo, no sé cómo se me ocurrió hacer semejante locura, me doy asco a mí mismo cada vez que lo recuerdo. Siento que ahora la gente me verá como uno de esos locos de la televisión. Me dejé llevar por mis problemas, y no me di cuenta de que me llevé una vida por delante. Recuerdo a la perfección lo que sentí cuando la vi, ya muerta, en el maletero del coche. Su precioso cabello rubio estaba completamente manchado de sangre, se había abierto la cabeza al caer al suelo y yo no había sido capaz de darme cuenta. Tendría unos dieciséis años, toda la vida por delante. Me crucé en su camino en ese jueves de enero y se la eché a perder, sin importarme lo más mínimo.
Sigo escuchando la charla de mi abogado mientras me llevan a declarar, la única conclusión que saco es que tengo que declararme inocente y dejar que él me defienda y diga cualquier cosa para poder reducir la condena. Ahora voy a encontrarme con su familia, tengo un horrible nudo en el estómago y me siento repugnante. Intento ponerme en el lugar de sus padres y trato de averiguar el odio que me tienen y cómo se sentirán al verme.
Estoy atento durante todo el juicio a lo que dice mi abogado, es realmente bueno, alega que iba borracho, tenía problemas personales y desequilibrios mentales. Consigue que sólo me caigan seis años de cárcel. De verdad, da vergüenza cómo funciona la justicia en este país. Es mi turno de declarar. Miro a mi abogado, quien me repite lo mismo de siempre. No le hago caso y subo al estrado. El juez me pregunta por la versión de los hecho y yo me limito a decir: “culpable”.”
RELATO: ACCÉSIT (ALUMNAO DE 1º, 2º y 3º de ESO)
LIDIA ILUNDÁIN BEORLEGUI
(1º D, ESO)
UNA FLOR, UNA SONRISA
Cada vez que veo una flor, un mundo nuevo se abre ante mí: una historia aparece por sorpresa y en la cara de alguien se dibuja una sonrisa.
Recuerdo que, cuando era pequeña, solía ir al campo con mi abuelo. Juntos observábamos las flores, admirábamos sus colores y apreciábamos sus sutiles aromas. Mi abuelo me insistía en que, aunque por fuera todas parecían muy semejantes, cada una era especial y diferente a la vez.
Una vez me contó una historia, muy triste, donde la verdadera protagonista era una flor. Os la voy a contar:
Ángela era una niña de nuestra edad, alta, guapa, buena estudiante. Vivía con sus padres en Madrid y todo les iba muy bien. Pero un día, mientras iban en coche al colegio, tuvieron un accidente. Ángela se despertó en un lugar que no conocía. No se acordaba de nada y se asustó. Poco a poco, vinieron imágenes a su mente, al principio confusas y luego más claras, hasta que descubrió lo que había ocurrido. Estaba en el coche escuchando música, mamá gritó y pudo ver un camión que se abalanzaba sobre ellos. Hubo un gran estallido, sintió un fuerte golpe en la cabeza y todo se volvió oscuro. Ahora se llevaba la mano a la cabeza, la tenía dolorida. Buscó a sus padres con la mirada, pero no estaban. En cambio, descubrió a su tía Ana. Parecía triste y, cuando Ángela le preguntó por qué, su tía corrió a abrazarla y la llenó de besos. Después le cogió las manos y le dijo:
-Ángela, cariño, siento mucho tener que decirte esto: ¡tus padres no van a volver! El impacto fue demasiado fuerte y…
Ana no pudo continuar. Abrazó a su sobrina y las dos lloraron amargamente durante largo rato. Ángela se sentía sola, muy sola. Y su tía Ana se daba cuenta de su tristeza. Se le partía el corazón al verla así y decidió dejarla sola. Entonces Ángela dejó de hablar y de comunicarse con los demás. Su cara estaba siempre inexpresiva. Los médicos empezaron a preocuparse, pues apenas comía.
Ángela no se daba cuenta, pero todos los días había un pajarillo que se posaba en su ventana, picoteaba el cristal y la observaba. De vez en cuando picaba, como si llamase, pero era inútil. Ángela no lo veía.
Un día el pajarillo trajo una flor en el pico. Era una flor pequeña, azul cielo, con pétalos brillantes. Y, paciente, permaneció en el alféizar hasta que la enfermera abrió la ventana. Voló hasta la almohada y con la flor cosquilleó la nariz de Ángela. En ese momento la niña reaccionó, cogió la flor y miró al pequeño pájaro. En aquella flor vio a su madre, siempre cuidando las macetas, y a su padre, pescando en el lago azul. En su cara se dibujó una sonrisa. Y empezó a hablarle al ave, como si la escuchase atenta.
Cuando volvió tía Ana, Ángela estaba animada. Parecía que se hubiera quitado un peso de encima. Ángela se había dado cuenta de que había perdido a sus padres, pero también de que los llevaba dentro de su corazón y de que de allí nunca iban a desaparecer.
Cuando volvieron a casa, Ángela metió la flor en un álbum y en su portada escribió: “Una flor en mi corazón, para papá y mamá.” Y en su interior fue guardando fotos y escribiendo mensajes para sus padres.
PRIMER PREMIO DE RELATO (ALUMNADO 4º ESO Y Bachillerato)
DAVID GONZÁLEZ VILLAR
(4 E, ESO)
M. A. G. M. A.
Era un día gris, como otro cualquiera en la clase de matemáticas avanzadas, pero éste tenía algo especial: se había estropeado la calefacción y el frío era insoportable. Como todos los demás días, el aburrido profesor entró en la clase con su aire altivo. Se creía superior a nosotros y, por desgracia, lo era.
Sentí lástima por el pobre desgraciado al que eligiera como víctima y, al final, armó su bolígrafo de la desesperación, con el que destrozaba al pobre alumno que se enfrentara a él, ya fuera como voluntario insensato o elegido por la fatalidad.
Con mirada despiadada y risa malvada, levantó su dedo, con el que sin dignarse a decir el nombre del pobre desdichado, apuntaría a su sitio para absorberle la vida hasta que el niño quedara como el corazón del profesor, vacío.
Recorrió con el dedo toda la clase, como un francotirador a punto de disparar. Por fin, acabó con el sufrimiento de la espera que a sabiendas había causado y disfrutado, y apuntó a un sitio. Al hacerlo, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo paralizándolo del miedo, pues, por desdicha, me había elegido a mí.
Era consciente de que trataría de despellejarme y mortificarme, pero, sin saber de dónde salía, el valor se reunió en mí. La compasión de mis compañeros era tan evidente, que preferí no mirar a sus aliviados y piadosos rostros, y me levanté. Cuando contemplé su maquiavélica sonrisa, bajé la cara, y el sonido de una carcajada apenas contenida salió de su boca, confirmando que percibía mi temor y que trataría de intensificarlo.
Mi cabeza trabajaba con inusual presteza, planeando métodos de huida y buscando la forma de escapar de allí a toda costa, pero todos los planes se borraron de mi mente y todo atisbo de liberación, por pequeño que fuera, se extinguió cuando comenzó su sanguinaria tortura. Su despiadada voz empezó a marearme cuando pasaron cinco minutos de continuas e interminables cuentas. Tras esa operación no volvería a aprenderme un número de teléfono, pocas cifras en comparación con los trillones de números que aquel inhumano ser me hizo recitar.
Durante un momento me sentí exhausto, pero más tarde no había sitio en mí para otros sentimientos que no fueran la alegría y la euforia. Había resistido los cinco minutos que nadie había aguantado y eso me hacía prácticamente un genio: era el mejor en treinta y cinco años.
El profesor rompió su máscara de frialdad y adoptó una expresión que me demostró que estaba contento porque alguien había superado su reto y, a la vez, enfadado porque alguien había superado su reto.
Tras las clases se acercó a mí con su peculiar aire de superioridad, pero para mí ya no lo era. Se me aproximó sigilosamente, cual serpiente tras su presa y su altura volvió a ser la de siempre, al igual que mi temor. Sospechaba lo peor cuando oí una frase que nunca pensé que pudiera salir de sus labios. Me dijo con una voz cavernosa y a la vez inusualmente…, cómo definirlo, … ¡Sí!: Humillada.
-Me gustaría...-casi contra su voluntad, continuó- eeeee que fueras… mi discípulo.
-¿Qué? ¿Quien? ¿Yo? -Bonitas y sensatas palabras cuando el profesor más temible del instituto se humilla ante ti.
-¿Sí o no? –dijo con voz cortante.
-Sí, sí claro.
-De acuerdo- susurró -. Mañana, después de clase.
Me quedé alucinado, había aceptado como maestro al profesor más cruel, despiadado y perverso de mi instituto y posiblemente del mundo.
Al día siguiente no sabía qué hacer, estaba tan nervioso que me levanté cinco horas antes de ir a clase y, dos horas después, casi me desmayo de la emoción. Al llegar a clase me senté en mi sitio y pensé en la tortura a la que me sometería el profesor de matemáticas y, gracias a mi despiste, por poco me echan de clase dos veces. Mi cuerpo estaba en el aula, pero mi mente volaba por mundos en los que miles de copias de mi profesor de matemáticas me inundaban de operaciones, y cada vez que respondía correctamente, uno de los clones se derretía, pero detrás aparecían dos. Al final me imaginaba ahogándome en líquido de clon derretido y con la cara de un único profesor riéndose de mi muerte.
Al terminar la clase todos se fueron dándome el pésame, alguno de ellos en broma, otros en tono menos jocoso, pero yo me sentía como si me hubiera tomado veinte mil tazas de café solo: excitado y con ganas de ir al baño.
Al fin, al cabo de unos minutos, con un suspiro de alivio y un respingo de temor, vi aparecer doblando la esquina el motivo de mi alegría y de mi miedo, el causante de mi excitación y de mis ganas de huir: el profesor.
Con un simple y seco “sígueme” y un leve pero contundente empujón me dirigió hacia su despacho, conocido popularmente como la sala de tortura sin retorno, ya que la persona que entraba ahí (padres incluidos) salía llorando y no volvía al instituto. Al abrir la puerta parecía un despacho normal, ultraordenado, más confortable y luminoso de lo que me había imaginado. Me pidió que me sentara y me indicó una silla junto a su escritorio, frente a la que él estaba a punto de ocupar.
Pensaba que comenzaría a recitar aquella interminable sucesión de operaciones, pero, en su lugar, comenzó a narrarme una leyenda sobre una antigua sociedad.
-Una vez, hace unos mil años –comenzó-, se dice que existió una sperselecta hermandad de genios matemáticos llamada MAGMA (MAGníficos MAtemáticos). Según la leyenda, la sociedad descubrió un gran secreto y se lo llevó a la tumba. También se dice que su secreto se mostrará al audaz y valiente descubridor de sus tumbas. Me pasé años buscando alguna de sus perfectamente protegidas instalaciones, pero fue en vano, hasta que al fin, casi a punto de darme por vencido, la encontré. La institución más conocida de la sociedad era el “Laberinto matemático”
En ese momento pensé que me diría que sólo había estado una vez en el laberinto, ya que estaba en China, en Japón o en algún sitio lejano, pero, de repente, me dijo que algún día me llevaría, cuando yo quisiera.
-Ahora- dije yo desafiante.
-De acuerdo- dijo él con una media sonrisa.
-¿Qué?- no era posible.
-Sígueme.
Le seguí por su despacho hasta la repisa de la ventana. Levantó una maceta con un geranio y allí apareció, ante mí, un botón.
-Adelante, púlsalo- dijo casi en tono triunfante.
Lo pulsé y de pronto, tras un ruido sordo, el suelo empezó a temblar bajo mis pies, y el parquet comenzó a levantarse tras mi profesor. No daba crédito, ¿el Laberinto matemático estaba bajo mi instituto?
-Sígueme- dijo, bajando las escaleras.
Al llegar al final de la caverna vi, asombrado, cómo se abría ante mí un habitáculo mayor que el instituto en sí mismo, seguramente abarcara todo el casco antiguo de la ciudad. Para empezar, había talladas, en las rugosas pero extrañamente cuidadas paredes, las reglas del laberinto:
-El que entre y falle no saldrá, o al menos no con vida.
-Quien entre y se acobarde, no podrá volver atrás, sólo seguir.
-El laberinto está dividido en pruebas, puedes abandonar después de cada una, pero no durante una.
-Para salir de la caverna, pulsar el botón del final de la escalera.
Tras sopesar bien mis palabras, me dirigí educadamente a mi mentor:
-¿Espera que entre ahí?-Dije haciendo eco.
-Sí.
-¿Cumpliendo las reglas?-dije bajando un poco el tono de mi voz.
-Sí.
-¿Usted lo ha hecho?
-Sí.
-Entonces, de acuerdo- dije casi sin pensar.
“Soy tonto, tonto de remate -murmuré tres minutos después, ya en la primera prueba-. ¿Cómo he podido ser tan ingenuo de entrar aquí? Me debería haber desmayado en clase, como todos los demás, hubiera sido normal, y no estaría aquí.”
Estaba en la primera prueba: tenía que resolver multiplicaciones sencillas, pero al mínimo fallo… ¡puf, muerto.
Al fin, estaba en la última operación de la primera prueba. Cada gota de sudor me pesaba más de una tonelada, y cada momento que pasaba me desesperaba más.
Tras esa puerta estaba mi vida y, tras un último acierto, la recuperé. Había superado la primera prueba y, en vista de ello, decidí que al día siguiente continuaría con mi audaz recorrido.
Me dirigí con aire triunfal y con alivio notable hacia mi salvación, las escaleras, pero mi profesor las tapó destruyendo mi esperanza de huir de esa trampa mortal.
-¿Adónde crees que vas? -me preguntó.
-Al mundo real, donde ningún grupo de matemáticos muertos me quiere matar –dije de un tirón, arrepintiéndome después, al exponerme a su cruenta mirada.
-Pues te vas a quedar aquí hasta que yo lo diga, como que dos y dos son cuatro.
Bajé la cabeza y me dirigí a la segunda prueba con paso lastimero y cabizbajo. De tenía que enfrentarme con la muerte, esperando salir victorioso de aquella inminente contienda.
Estaba al borde de un ataque de nervios cuando recordé una frase de mi difunto abuelo: “Nieto, si en algún momento te tienes que enfrentar a una prueba que te supera, levanta la cabeza, camina recto y piensa que siempre hay una solución.”
Tras recibir una nueva inyección de energía y valor, me dirigí con tesón y valentía hacia la decimoséptima de las treinta ecuaciones de la segunda prueba.
Estaba a punto de rendirme en la vigésimo sexta cuando el profesor me gritó:
-Si acabas esa prueba, te dejo irte a casa y te pongo un diez durante todo el curso.
¡Guau!, un diez todo el curso, nadie lo había obtenido ni en un examen con ese profesor.
Me decidí y me lancé hacía las cuatro últimas ecuaciones como un tigre hambriento y furioso lo hace contra un turista ingenuo en las películas de terror.
Al salir de la segunda prueba, me encaminé a toda velocidad hacía las escaleras, esquivando e ignorando al profesor, del que me pareció oír una breve enhorabuena, pero, por lo que pudiera pasar, me dirigí como un torpedo por las pedregosas y desgastadas escaleras de roca. Pese a que estaba muy cansado, llegué en muy poco tiempo, oprimí el botón y me dirigí, cruzando velozmente el despacho de mi mentor, hacia la luz solar y la normalidad.
Qué bien me sentía y, a la vez, qué mal. En una semana, mi realidad se estaba tambaleando y me parecía que el mundo diera vueltas más rápido que una peonza. Estaba mareadísimo, y había madurado a la fuerza, cosa que no deseo ni a mi peor enemigo, la verdad. No sé si volvería a sentir miedo, pero me sentía tan mal por dentro que no creo que volviera a comer en seis o siete horas.
Habían pasado dos meses, ya había recorrido unas setenta veces el primer y segundo nivel, y hoy, como era primero de mes, tocaba añadir el tercero al plan.
Cuando se abrió la puerta del tercer desafío, yo me sentía mucho más seguro de mí mismo que un par de meses antes. Esta vez estaba menos asustado y era más intrépido que nunca, y en lugar de temer el principio de aquel nuevo reto, como había hecho meses antes con el primero y el segundo, me adentré en el misterioso lugar con alegría y no con desolación.
Al entrar, me percaté de que no se parecía en nada a los otros dos niveles, excepto en una cosa: si fallaba, moriría igualmente.
Así transcurrieron los días hasta que, al final, me atreví a realizar por completo el “Laberinto matemático”.
Llevaba cinco largos y tortuosos años entrenando en aquella húmeda caverna, y por fin lo iba a hacer, iba a llegar al final, esperaba que vivo.
Me adentré en la ya conocida primera prueba y la superé sin esfuerzo ninguno, y de ese modo continué hasta llegar a la antepenúltima, donde empecé a sudar y a esforzarme, dado el nivel tan alto del reto.
Tras dos largas y desquiciantes horas desde el inicio de mi heroica hazaña, llegué a la última prueba y me dirigí a ella con las piernas tambaleantes y deseos de huida. En ese momento, me recordé a mí mism, ante la mirada de mi profesor de matemáticas, cinco años atrás.
Crucé el umbral hacia el nuevo duelo con la muerte, titubeando y a pasos lentos y lastimeros, mas en este momento estaba seguro de mí mismo, aunque no lo demostrara.
Cualquiera que me hubiese visto, habría recordado a un pobre e indefenso ratón ante un gran gato montés, sólo que yo me enfrentaba voluntariamente al gato montés.
Pasé dos minutos resolviendo la primera ecuación y pensé que a ese ritmo moriría de hambre, pero continué, pues no me quedaba otro remedio.
Ya estaba de nuevo, séptima operación y atrancado otra vez, me sentía muy mal, me dolía la tripa y todo el laberinto daba vueltas a mi alrededor.
Me senté y me dispuse a realizar la operación, tranquilamente, sin prisas, y al final la acabé.
Según mi profesor, la forma de matar a los participantes en ese último reto consistía en que, si equivocabas la respuesta, el suelo se hundía a tus pies. Debí de equivocarme, porque al pisar la siguiente baldosa, el suelo se resquebrajó, se rompió debajo de mí y caí.
Creo que perdí el conocimiento, porque todo lo que recuerdo es que me desperté en una sima que parecía contener ruinas más modernas que el “laberinto matemático” aunque me extrañó que, siendo más modernas, estuvieran en un estrato más bajo, pero, sin pensar en eso, me dispuse a explorarlas.
Tras media hora explorando la sima sin resultado alguno, descubrí un letrero que rezaba: “Intrépido aventurero, en nuestra tumba tu has caído, por no superar nuestro reto, o no como era debido. Si resuelves esta cuenta, a tu vida irás de vuelta, con un secreto entre manos, bien guardado durante mil años; mas si en tu encomienda fallas, no creo que te vayas, dado que si lo haces mal, aquí surgirá un volcán”. Debajo aparecía una serie interminable de números, paréntesis, signos, x, y, e incógnitas de todo tipo.
De modo que estaba peor que antes, porque ahora, encima de morir yo, moriría toda Pamplona. Y ¿cómo sabía que no saldrían volcanes por todo el mundo? Tenía que resolverlo, como fuera.
Resoplé y me senté para resolverlo, pero al soplar desvelé un secreto que no había visto bajo la cuenta. Tras una cortina de polvo apareció un aviso amenazador: “TIENES SÓLO DOS HORAS”
Genial, ahora ya para colmo tenía que resolverlo en dos horas, y quién sabe cuanto tiempo habría pasado inconsciente, o cómo contarían el tiempo hace mil años.
Me puse a leer la operación, pero no le encontraba sentido, pero al recordar la frase de mi abuelo, me dispuse a resolverlo como operaciones independientes y no como una única e imposible ecuación.
Tras repasarlo varias veces, pulsé los números que configuraban el resultado en el teclado de piedra situado junto a la operación, teniendo mucho cuidado de hacerlo bien.
De pronto, el suelo comenzó a temblar y a elevarse a mis pies, y yo comencé a gritar, pero en lugar de aparecer un volcán, el suelo simplemente se elevó para que regresara a la última prueba del laberinto. Al pisar la baldosa siguiente a la que me había llevado a la tumba de la sociedad, la baldosa anterior se restituyó, trayendo consigo una hoja de papel en la que una serie de complicadas cuentas explicaban con todo lujo de detalle cómo mover las placas terrestres, causantes de terremotos y volcanes.
Había pasado un mes y medio desde el incidente del laberinto matemático, y la mayor parte de mis heridas estaban curadas. Me dirigí con paso firme hacia la clase de matemáticas y al llegar vi cómo un niño casi supera la serie de operaciones que mi profesor dictaba, y pensé:
-Quizás seas tú el próximo, quizás seas tú.
RELATO: ACCÉSIT (ALUMNADO DE 4º de ESO y Bachillerato)
ALEJANDRO REAL GUTIERREZ
(2º D, Bachillerato)
MAGNUM 357
Sencillo, perfecto.
Eran las 5.40 hs de la mañana y quedaban veinte minutos para levantarme. La luz de la farola de la acera de enfrente iluminaba mi cara vagamente y las trabajadoras más madrugadoras ocupaban sus esquinas. Mi botella de ron me esperaba en la mesa de la cocina acompañada de un plato de lasaña precocinada a medio comer que había servido para matar el hambre la noche anterior.
El maldito despertador sonó, a tientas me puse los calzoncillos que había buscado con pocas ganas. Abrí el frigorífico, dos yogures solitarios se encontraban al lado de un plátano negro y la mantequilla se escondía detrás de unos donuts de mentira. Miré el reloj, 6.20 hs, no me daba tiempo. Encontré las llaves del coche por casualidad y quizá los quince euros en mi bolsillo me servirían para una alegría mañanera con Rosa, María o Débora, una señorita nueva de dudosa feminidad que se esforzaba por hacerse con una de las esquinas más codiciadas pertenecientes al grupo de “chicas del Este”.
Salí a la calle, el día era frío y las grandes nubes negras no tenían intención de moverse, busqué mi coche, lo arranqué. Mi Magnum 357 relucía impecable aplastada entre mi cinturón y mis calzoncillos, me divertí haciendo círculos de humo con mi último cigarro hasta que llegué. Las mismas personas, el mismo trayecto, todos los días eran iguales. El chico joven con contrato temporal llegaba derrapando con un coche con el que se había hipotecado él mismo y su padre para el resto de sus vidas, mi compañero de montaje me saludaba con un perezoso saludo, miraba las piernas de la nueva jefe de mantenimiento recién llegada de Alemania e intentaba entablar conversación con ella con el objetivo de que algún día “me enseñe todo lo que sabe”. Yo resoplaba, ocho horas por delante.
Me di cuenta de que llevaba tres años trabajando, entré por casualidad y con un poco de enchufe -uno de los propietarios se había casado con una hermana mía a la que no veía desde que parte de mi familia vino a visitarme al centro donde me encontraba-. Era alcohólico o, como decía mi padre, un puto borracho. Nunca me había importado lo que pensaran de mí, las críticas externas, las presiones… salvo aquel día.
El Banco Central de la capital financiera del país con frecuencia daba algún tipo de problemas, robos, atracos, pero siempre un par de drogadictos, borrachos o bandas mal organizadas con pistolas de mentira. A las nueve de la mañana, la policía nacional llamó al centro de control del Grupo de Asalto Antiterrorista. Allí me encontraba yo, no me había costado entrar, pues las armas, el riesgo y el deporte eran mi vida y se me daban bien. Nos montamos en la furgoneta, de camino nos informaron de que supuestamente una banda terrorista quería volar el edificio donde se encontraba el banco con varias personas dentro. Al llegar nos informaron de nuevo, no se trataba de terroristas sino de atracadores a los que la situación se les había ido de las manos. Esperamos mientras nuestros negociadores hacían su trabajo. Tras tres horas, los atracadores fueron saliendo uno a uno junto con varios rehenes. Sólo uno quedó en el interior del banco con dos personas a las que obligaba, pistola en mano, a permanecer junto a él. En esa jodida tarde, no había nadie de rango superior al mío. Después de analizar la situación decidí disparar. Incliné el cuello a la vez que mi ojo izquierdo se situaba detrás de la mirilla, no hacía viento que pudiera desviar la bala ligeramente y, aunque el atracador utilizaba como escudo humano uno de los rehenes, el disparo era fácil y claro. Había ganado varias cervezas en las apuestas que realizábamos en el campo de tiro, además de varias bocas abiertas y unos cuantos “¡Joder!”, por lo que esta situación se me presentaba como una clara ocasión para, más tarde, poder colgarme una medallita- “Seguro que después de esto me pasaré unos días de comisaría en comisaría dando charlas sobre cómo disparar, las rodillas que no estén tensas, el arma bien apoyada en el pecho, el cuello…no...¡jod!...” El rehén se movió medio segundo antes del disparo. La bala atravesó su brazo derecho y, veinte centímetros después, el pecho del atracador. Todo acabó. El atracador murió en el acto mientras que la persona a la que yo había disparado se retorcía en el suelo con gritos de dolor mientras se tapaba la herida como podía. Murió la madrugada del día siguiente. Fui expulsado del cuerpo, mi mundo sencillo, con mi trabajo perfecto, se vino abajo.
Busqué ayuda en el alcohol. Cuando bebía, ninguna persona había muerto, a mí no me habían echado del trabajo, no había gente llorando a un familiar perdido… Así que por lo menos el alcohol hacía algo que ninguna otra cosa ni persona podían hacer por mí, me ayudaba a olvidar. Perdí la ilusión por vivir, dinero derrochado y a parte de mi familia. Tras año y medio de alcohol y penas, decidí ingresar en un centro donde me ayudaran. Me costó, pero creo que finalmente me recuperé. Fue entonces cuando entré a trabajar en la fábrica. Los días eran monótonos y agotadores. Mi vida me aburría.
El día de trabajo empezó, un tornillo apretado, dos tornillos apretados, tres tornillos apretados… la sirena sonó e indicó que mi turno se había acabado. Me duché, subí al coche y volví a hacer el camino que ocho horas antes había realizado. Antes de llegar a casa paré a sacar dinero, igual alguna vieja amiga todavía no había acabado el turno mañanero. Los ojos me pesaban, me costó abrir la pesada puerta del cajero. Un cartelito apresuradamente colocado me informó, con un guasón “disculpen las molestias”, de que precisamente ahí no iba a sacar dinero. Estaba demasiado cansado como para buscar otro sitio donde poder sacar dinero, así que finalmente llegué a casa. Abrí la puerta, el sofá me guiñó un ojo y no pude resistirme.
Me desperté dos horas y media después. El día comenzaba a oscurecer. La costumbre de llevar pistola cuando salía a la calle la había adquirido en el cuerpo de policía y me gustaba seguir manteniéndola. Salí en busca de algún cajero. Tenía tiempo, el paseo era largo hasta el Banco Central y sabía que sólo algún despistado iría al banco más grande del país a sacar cincuenta euros, pero yo quería recordar aquella vieja tarde en la que todo salió mal. Llegué, mis ojos se nublaron de lágrimas de recuerdo. Me dirigí a una ventanilla, un portazo sonó. Me di la vuelta, no podía ser. La misma situación, dos encapuchados con armas, personas inocentes con vidas normales entre medio, y yo. Dudé. Lo tuve claro, era una segunda oportunidad para mí. Matar a dos personas no podía traer nada bueno, pero sentí la necesidad de quitarme esa espina que aún dolía. El frío gatillo, disparos rápidos y sucesivos, sonido hueco y ensordecedor, dulce olor a pólvora quemada. Viejas sensaciones vinieron a mí. Guardé la pistola. Salí del banco.
Lentamente llegué a casa, me senté delante del televisor, abrí una cerveza y lo encendí. “Dos encapuchados que se disponían a robar el Banco Central, han sido abatidos por…”, “Se acaba de producir en el Banco Central un secuestro en el que han muerto dos…” En todas las cadenas estaban dando la noticia. Las cámaras de seguridad lo habían grabado todo. El teléfono sonó. Miré el número que llamaba. El prefijo pertenecía a la policía y los dos últimos números, a la sección del Grupo de Asalto Antiterrorista. No cogí. Una leve sonrisa apareció en mi cara. Un trago, dos tragos… Recordé los disparos, precisos, dados en el momento justo. Todo había salido bien. Todo volvía a ser como antes. Un mundo sencillo, un trabajo perfecto.
RELATO: ACCÉSIT (ALUMNADO DE 4º de ESO y Bachillerato)
DANIEL IDOATE CALDERÓN
(4º F, ESO)
LA LIBERTAD ES LA ESENCIA DE LA FELICIDAD
Se despertó como cada mañana. Tardó unos diez segundos en acordarse.
-“¿Y que vamos a hacer ahora?” -Le había dicho su mujer la noche anterior. Qué culpa tenía él de lo que le pasaba. Estaba harto. Todo lo veía negro. Cuanto más feliz estaba, peor salía todo; si se despertaba por la mañana con un entusiasmo especial, el día lo machacaba hasta que su autoestima se venía abajo, siempre igual. Poco a poco se recuperaba; el mundo empezaba a cambiar; parecía que le comenzaba a sonreír la suerte y cuando estaba a punto de alcanzar la felicidad, algo le daba un derechazo en el estómago, le atrapaba una sombra que le torturaba hasta que se cansaba de él. Veía a la gente por la calle, veía sus vidas; padres con hijos, abuelos charlando sobre las obras, niños riéndose y jugando. Él no se sentía como uno más. Se sentía apartado de la sociedad. ¿Por qué él no era como los demás? ¿Qué es lo que le sucedía? ¿Encontraría eso que tanto ansiaba, eso que necesitaba para ser feliz aunque no sabía todavía qué era? No. Ya era tarde. ¡Había sido infeliz durante tanto tiempo! ¿Quién iba a poder devolver eso, esos años perdidos buscando algo imposible de alcanzar? La vida era corta, su felicidad mejoraba por momentos poco a poco, pero aun así esa mejora era muy lenta; no compensaba tanto sufrimiento.
Años perdidos buscando la felicidad. Qué palabra más bonita: felicidad. Según los libros de ética, la felicidad es el estado de ánimo de la persona que siente una gran alegría y satisfacción porque ha hecho o le ha ocurrido algo muy bonito. Esto no le servía, él ya hacía cosas por la sociedad y no era feliz. Algo de esta definición fallaba.
Pero hay algo muy curioso, si tú a una persona le preguntas si es feliz, en la mayoría de los casos te responden que sí. Pero si, por el contrario, le preguntas qué es la felicidad, te responde “eh…eh…si, la felicidad es…bueno, sé lo que es pero no sé expresarlo.” Entonces, perdona que te diga, no sabes lo que es.
Se levanta de la cama y baja a la cocina. Su mujer está preparando unos huevos revueltos; se acerca y le da un beso.
-¿Qué vas a hacer hoy? -le pregunta mientas da la vuelta a la sartén.
-Voy a ver si encuentro trabajo.
-No te preocupes, seguro que salimos de ésta, siempre lo hacemos.
Después de desayunar se levanta de la mesa; ya es hora de marchar, de empezar otro día, un día para buscar trabajo.
Sale a la calle y ve a unos chavales yendo al instituto. Lo que daría por volver a esa edad, volver a tener dieciséis años, volver a nacer. Si volviera a esa época, todo cambiaría, sería el hombre perfecto. Todos le envidiarían, sería lo contrario a lo que es hoy, sería como esas personas que veía por la calle, sería feliz. Aprendería de sus errores, estudiaría mucho para tener cultura. La verdad es que en el instituto suspendía todo, decía que los estudios no eran lo suyo. ¡Mentira!, con esfuerzo y constancia todo el mundo puede sacar lo que se propone. Pero ya era tarde.
Iba por la calle como un cuerpo sin vida, se movía como un fantasma que se ha quedado en este mundo sin poder ir al más allá, sin poder marchar por el túnel de la luz porque le ha quedado algo pendiente. Se sentía mal, no estaba contento, pero aun así no quería morir, siempre guardaba algo de esperanza, no sabía por qué pero así era. Desde pequeño había afrontado los problemas, se había levantado y gritado que nadie podría con él, que seguiría insistiendo, pero, por lo visto, no había sido suficiente.
¿Por dónde empezar a buscar? Tenía que encontrar un trabajo, necesitaba un trabajo, necesitaba tener algo que le aferrase a esta vida. Por supuesto tenía a su esposa a la que quería mucho, era un fuerte cable, el pilar principal que sujetaba su compleja estructura, era la parte más importante de su “felicidad”. Ahora estaba pasando malos tiempos, pero no siempre había sido así. En estos momentos veía el mundo a través de un cristal empañado por la angustia y la desesperación. Todas las tardes, cuando entraba a casa, miraba las fotos de tiempos pasados. Se le veía riendo, saludando, haciendo el tonto, es decir, divirtiéndose.
Él no recordaba nada de eso, sus recuerdos se habían borrado, pasaban los días y su memoria no funcionaba. Probablemente era él el que no quería recordar, el que no deseaba desperdiciar su tiempo en el pasado. Para qué, si nada vuelve a ocurrir dos veces. A él le gustaba el presente, ni el antes ni el después sino el ahora. Pese a todo, era inevitable que le vinieran algunas imágenes de esos tiempos atrás, pero rápidamente las desechaba y borraba. Uno de esos recuerdos de antaño era cómo de pequeño se imaginaba todo, cómo soñaba, cómo pensaba en el futuro, cómo seria todo si… Ya no perdía el tiempo mirando el futuro, si algo había aprendido era que nada pasa como te lo imaginas.
Una gran valla publicitaria se alzaba en la cumbre de un edificio que parecía abandonado, pero a pesar de eso se conservaba bien. En la valla ponía con letras grandes: “se busca empleado, preguntar en el interior”.
No tenía nada mejor que hacer, así que sin pensarlo se dirigió dentro arrastrado por una fuerza que a veces recorría su cuerpo y que no la sentía como propia; era una fuerza exterior a él que le obligaba a hacer cosas que quizás no quería, una fuerza que le controlaba.
Dentro, unas paredes blancas, majestuosas, se elevaban hasta el infinito. En el aire se respiraba una pureza impropia de ningún sitio del mundo. Era el lugar más hermoso y a la vez más aterrador que él hubiera visto jamás. ¿Dónde estaba? Una parte de él quería irse pero otra le decía que ya no podía seguir huyendo. Algo en sus entrañas gritaba que todas las respuestas estaban allí.
Avanzó poco a poco por ese mar de luz blanco que nunca se apagaba. No podía ver la pared, no veía el final, era un túnel de luz infinito. Su cara palideció; sus manos empezaron a temblar; las rodillas no aguantaban su peso; el mundo se le vino encima; estaba muerto.
-Ja, ja, ja -mi risa resonó por toda la habitación-, qué ingenuo eres, levántate y anda, que no estás muerto.
Despacio, fue recuperando su color, sus piernas dejaron de temblar.
-¿Quién eres entonces y qué es este lugar?
-Todo a su debido tiempo.
Me siguió por el túnel de la luz sin saber a dónde se dirigía; entonces me paré, levanté la mano y agarré algo. De pronto, salió del techo una escalera, subimos por ella y nos encontramos en una gran sala de oficina. Allí nos sentamos uno enfrente del otro.
-¿Por qué no eres feliz? -le pregunté.
-¿Cómo dice?
-¿Por qué no eres feliz?
-¿Lo siento, no entiendo a qué viene eso?
-Ese es tu problema, nunca respondes sin más, siempre estás haciéndote preguntas sobre el porqué de las cosas.
-Aquí era para buscar trabajo ¿no?
-Verás, por mucho que lo intento no consigo que tengas una buena actitud.
-¿A qué te refieres con intento?
-Siempre estás pensando en lo que te gustaría ¿Por qué no te dejas llevar y ya está?
-No entiendo nada…
-¡Deja de cuestionarte las cosas! Únicamente quiero hacerte entender que no tienes que planificar nada, sólo déjate llevar y punto.
-Pero bueno, yo hago lo que quiero.
-No te das cuenta de que no puedes elegir, tu futuro, presente y pasado están ya escritos.
-¿Quién eres tú para decirme esto?
-Soy tu creador, sin mí tú no existes.
-¡Ya basta! No digas más tonterías. Yo puedo hacer lo que quiera.
-¿Estás seguro?
-Si, un filosofo dijo en una ocasión: “pienso, luego existo”.
-Bien, pues si es así ya puedes irte.
Estaba atrapado, no podía moverse. ¿Qué ocurría? No entendía nada. Algo extraño estaba sucediendo ¿y si ese hombre tenía razón? Pero eso era imposible. ¿Cómo iba a ser su creador? ¿Estaba hablando con Dios? La verdad es que nunca creyó en esas cosas. Para él, Dios era un personaje de cuento como cenicienta o los tres cerditos, sólo que con muchos seguidores.
-Lo ves -le dije-, sólo eres un muñeco y yo soy tu titiritero.
-No puede ser, no entiendo nada…
-No hace falta que lo entiendas, simplemente créetelo.
-¿Por qué a mí? Si eres Dios ¿por qué me torturas con esta vida tan difícil? ¿por qué no me has…?
-Quién te ha dicho que soy Dios.
-Tú has dicho que era tu creación, que…
-Verás, no sé cómo decírtelo pero tú no eres un ser humano, eres un personaje de mi libro.
-¿Qué?…Eso…no…
-Lo siento, pero me tengo que ir. Si me permites un consejo, déjate llevar por la historia.
Se quedó sin palabras, no sabía qué decir. Su creador había desaparecido, ¿qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Él no existía?
Se quedó un buen rato pensando en lo que le había dicho. Después de varias horas se levantó y bajó las escaleras. La gran sala blanca se había convertido en una oficina como en el piso superior. Un hombre se le acercó preguntándole si quería el puesto de trabajo. Cerró los ojos y se dejó llevar, no tenía alternativa, no podía elegir, se rindió. En ese momento descubrió qué era lo que le faltaba, qué era lo que no tenía, de qué se diferenciaba de los demás. Nunca alcanzaría la felicidad. Él no era libre.